Hacer siempre es problemático. La voluntad, el poder, la necesidad, concitan en función del movimiento, en busca del hacer.
El espacio y el tiempo, como marco de oro, de inaplazable intriga que emite señales de humo, hace. Nos incita el abandono y mi estado abstruso de menesteroso me impide el no hacer. ¿Qué hacer? Al parecer estamos condenados al movimiento, a un eterno devenir de situaciones nimias, prolijas; somos meandros del universo y su big-bang.
Todo se reduce a una dinámica giratoria, de cambio, de periódico y regular cambio. No tengo problema con ello, pero me aturrulla profundamente pensar que aquel movimiento compungido y de periplo talante esté allí siempre. Incluso en el silencio sempiterno de la tierra húmeda de las montañas se puede percibir aquel raudal de cosas que son; no bastaría con pirarse bajo el agua, o camuflarse tras el miasma que dejan los coonatras; de nada serviría refugiarse. Vivo en medio de una ataraxia que me coacciona, me mantiene en vía de no desvirtuar este orden, este anguloso y carroñero esquema de cambios y existencias. Mis días son las pírricas extremidades de una escolopendra regordeta de engullir los rictus de la gente. Extrañamente, y no sé por qué, asumo a quienes me rodean como verdugos de mi moho, de mis fluctuaciones, del caldo grasoso y viscoso que soy. Me encuentro en un pasillo de dimensiones enormes, soy epicentro, tornasol marchito, actor pasivo de una ordalía que nunca termina y que cada vez es más engorrosa, a la vez que graciosa.
Me consuela pensar que este movimiento, a pesar de su perenne injerencia, me conducirá tarde o temprano a nada. Aunque no tengo claro (aún) si la nada es también tácita hija del devenir, o si, como lo espero, pudo ésta exorcizar desde siempre al demonio de este eterno repitis y divorciarse completamente de las tentativas de un futuro posterior al futuro.