Este
escrito no busca pontificar y dista de ser un texto de carácter científico, tal
vez sea poco diciente y pobre. A fin de cuentas hablar y recordar un tema de
esta magnitud no será nunca trabajo fácil y requerirá más que buenas
intenciones y menesterosidad de justicia y redención. Intentaré, pues, hacer
algunas reflexiones en torno a algunos sucesos históricos que llevan varias
centurias cobijando las noches y los amaneceres nuestros, de los días y crepúsculos latinos.
Inicialmente
se realizará una alígera contextualización de los eventos y situaciones
relativas a la península ibérica de antes del hallazgo del nuevo continente,
luego se citará un par de apartes de la amplia literatura existente sobre el
tópico, para finalmente realizar algunos comentarios frente a lo que significó
y significa para los pueblos latinoamericanos, estar signados por la espada y
la armadura española.
El esquema económico del siglo XV en Europa, impuso y trajo consigo
una nueva dinámica de relaciones y procesos sociales en el marco de sociedades
sesgadas, gregarias y dogmáticas. La consolidación de los burgos y una nueva
clase comerciante, consideradas como la antesala de una economía de dinámica
capitalista aún hoy vigente; son elementos que aunaron y prepararon las
condiciones necesarias para la expansión, con el comercio como piedra angular,
del intercambio de mercancías. De forma paralela surge la necesidad de
apropiación de recursos y mano de obra que permitiera un eficiente desarrollo
económico. Es así como los españoles, con el ánimo de diseñar una ruta
alternativa de transporte de especias y sedas procedentes de las Molucas o
‘islas de las especias’, por los azares del destino y la obstinación plausible
del aventurero Cristóbal Colón, dieron con el paradero del enigmático, místico,
hermoso, verde y camaleónico continente americano.
Fue
en el año 1492, en las postrimerías de aquel siglo XV de convulsiones y contrarios
en el que se fundieron dos civilizaciones humanas diferentes, me atrevería a
decir que opuestas en muchos aspectos fundamentales que tuvieron tal vez
génesis comunes pero que en algún momento del eterno devenir de la historia y
del tiempo, se separaron y consagraron una disyuntiva de vida que tal vez las
ubicara en posición similar a la de la materia y la antimateria. Colón murió
sin percatarse del verdadero signo de su ruta, y así obvió en su tumba que
sería recordado en las páginas de los anales de la humanidad como el hombre que
permeó y dio cuenta a cada mundo de la existencia del otro; civilizaciones
desarrolladas paralelamente a la sombra de sus convicciones y cosmovisiones, la
una sin saber de la otra.
El
primer contacto que recoge la versión oficial de la historia de la intrusión de
los hombres de más allá del Atlántico en los lares de los extraños y oscuros
habitantes de estas indias, se dio tras el atraco de los barcos prolijos de
cruces católicas de la monarquía española en la pequeña isla de Guanahaní,
ubicada en las Antillas, una de las tantas callosidades que conforman la
Bahamas, no muy lejos de otra de las crucificadas tierras azucareras del
continente, Cuba.
Fue
éste el prólogo que consagró, a lomo de mula, sahumerio y evangelio, una de las
historias más conmovedoras, coléricas, tétricas, belicosas e inhumanas de la
historia universal de los hombres y mujeres del monte -que luego de la mina,
que hoy de los marginados campos y las herrumbrosas ciudades-.
Veintiséis
años después, comenzó la expedición española a la cabeza de Hernán Cortés,
quien no vaciló ni medió palabra a la hora de tratar con los absortos
indígenas, quienes contagiados por la magia de sus selvas, montañas y
arrabales, hicieron analogía de su mitología con el cumplimiento de algún
pronóstico de incierto signo; esta vez, completamente desafortunado.
De
ahí para adelante, la historia, si bien puede descansar bajo el sesgo natural
de los años, o de las intenciones contrarias a la veracidad de los hechos;
puede ser resumida en sustantivos tales como absurda, ruin, estúpida,
irracional, baladí, incorrecta. Es de conocimiento general la ignominiosa
masacre llevada a cabo por los ibéricos en nuestras tierras. Eduardo Galeano, en su libro Las venas abiertas de América Latina, (tan citado que fastidia) realiza una estimación que ubica el nivel demográfico del subcontinente, antes
de la llegada de los españoles, en una aproximación a noventa millones de
indígenas. Solo tardaron ciento cincuenta años en reducir esa cifra a tres
punto cinco millones.
Suramérica
se ubicó dentro de los planos europeos como un territorio con enorme potencial
de dispensario. Oro, plata, azúcar, café, plátano, algodón, madera; recursos
robados utilizando mano esclava, indígena y negra procedente de África. Hoy en
día, uno de los países más pobres de todo el continente americano es Bolivia,
pero no siempre fue así. En una de sus ciudades, Potosí, Galeano afirma que “en 1658, para la celebración del corpus
christi, las calles de la ciudad fueron desempedradas, desde la matriz hasta la
iglesia de Recoletos, y totalmente cubiertas con barras de plata” no dista mucho de lo ocurrido en Villa de Ouro
preto, en Brasil, la denominada ´potosí de oro´.
El
saqueo fue abrumador, muchos afirman, claramente exagerando, que con los
metales extraídos de Potosí hubiese sido suficiente para erigir un puente de
plata que atravesara el Atlántico uniendo América con Europa. La raza indígena
fue ultrajada y humillada; desmembrada y destruida. Una pequeña vista a la
historia nos revela nuestras raíces raídas y escabrosas; una deuda con toda una
serie de generaciones y con la tierra que fue violada.
En
la celebración de los quinientos años del descubrimiento, (descubrimiento en
términos del común, pues frente a la forma de llamar aquel encuentro entre culturas existe una controversia de amplia envergadura y de complejidad
importante) el poeta argentino Armando tejada Gómez expresó su indignación en
un poema de su último libro:
¿Qué
hago con esta sangre de dos sangres?
¿Qué
hago con el silicio que me habita?
¿Qué
hago con estos pómulos de huarpe
y
esta barba telar encanecida?
¿Y
qué con mi memoria irreverente
que
no quiere olvidar y que no olvida?
¿Y
este idioma curtido a la intemperie
sobre
el idioma muerto de mi raza?,
¿Con
esta antigüedad de antigua piedra
y
la genealogía de mis padres?
¿Qué
hago con este polvo enamorado
de
mi palabra nueva en tu palabra?
Madre
de pueblos, loca y fundadora,
¿Por
qué me habéis abandonado?
¿Dónde
cayó el abuelo violador
que
asesinó a mi abuelo milenario?
Y
tengo que asumirte. Si te niego
seré
el
americano más cobarde.
Para
saldar las cuentas del martirio
hay
que aclarar las aguas.
Admitirte
en la cruz del genocidio
y
en la espada de sangre que es mi sangre.
Por
las
claras del día, madre ausente,
quiero
verte la cara,
por
trescientos millones de tu cría
y
por quinientos años de olvidarnos.
De
otro
modo no vengas, si no vienes
a
asumirte en la sangre de tu sangre.
Mis
hembras
han tejido en su paciencia,
telar
continental, todas las sangres[1]
Y
como la madre España invadió y corrompió indiscriminadamente los suelos
suramericanos, los portugueses tuvieron que refrenar el actuar de sus
circundantes. ¿Por qué? Pues, realmente no por humanismo, compasión o
indignación frente a la barbarie primermundista; más bien por la embustería,
avaricia e irrespeto común a ambos países europeos, pues, Juan II rey de
Portugal no permitiría que frente a sus narices se explotara y liquidaran los
recursos que tanta falta le hacían a Portugal.
Debido
a la afrenta portuguesa y la constante sensación de malestar frente a la
situación de reparto del botín, ambos imperios decidieron compartir y
distribuir los usufructos de la empresa. Firmaron el tratado de Tordesillas.
Ocurrió
un 7 de junio de 1494, en la hoy ciudad de Valladolid, al norte de España.
Suscrito por los reyes católicos de España y Juan II de Portugal con el fin de
evitar conflictos al margen de la explotación de las riquezas del territorio.
¿Qué implicaciones tuvo? Portugal asumió el control de los meridianos
orientales, mientras que España de los occidentales.
Si
bien el tratado permitió la extirpación de cualquier cáncer en las relaciones
de ambas naciones, éste no logró ni pretendió exorcizar las masacres y los
crímenes de lesa humanidad que tuvieron lugar en este hemisferio, después de
todo y según la iglesia católica, solo estábamos hablando de seres extraños,
sin alma, y que no podían ser obra de dios, indios al fin y al cabo.
[1] Armando
Tejada Gómez, poema «Telar de la sangre», en El telar del sol, 1992.