viernes, 13 de enero de 2012

Ideas sueltas sobre la colonización de Sur América



Este escrito no busca pontificar y dista de ser un texto de carácter científico, tal vez sea poco diciente y pobre. A fin de cuentas hablar y recordar un tema de esta magnitud no será nunca trabajo fácil y requerirá más que buenas intenciones y menesterosidad de justicia y redención. Intentaré, pues, hacer algunas reflexiones en torno a algunos sucesos históricos que llevan varias centurias cobijando las noches y los amaneceres nuestros, de los días y crepúsculos latinos.
Inicialmente se realizará una alígera contextualización de los eventos y situaciones relativas a la península ibérica de antes del hallazgo del nuevo continente, luego se citará un par de apartes de la amplia literatura existente sobre el tópico, para finalmente realizar algunos comentarios frente a lo que significó y significa para los pueblos latinoamericanos, estar signados por la espada y la armadura española.
El esquema económico del siglo XV en Europa, impuso y trajo consigo una nueva dinámica de relaciones y procesos sociales en el marco de sociedades sesgadas, gregarias y dogmáticas. La consolidación de los burgos y una nueva clase comerciante, consideradas como la antesala de una economía de dinámica capitalista aún hoy vigente; son elementos que aunaron y prepararon las condiciones necesarias para la expansión, con el comercio como piedra angular, del intercambio de mercancías. De forma paralela surge la necesidad de apropiación de recursos y mano de obra que permitiera un eficiente desarrollo económico. Es así como los españoles, con el ánimo de diseñar una ruta alternativa de transporte de especias y sedas procedentes de las Molucas o ‘islas de las especias’, por los azares del destino y la obstinación plausible del aventurero Cristóbal Colón, dieron con el paradero del enigmático, místico, hermoso, verde y camaleónico continente americano.
Fue en el año 1492, en las postrimerías de aquel siglo XV de convulsiones y contrarios en el que se fundieron dos civilizaciones humanas diferentes, me atrevería a decir que opuestas en muchos aspectos fundamentales que tuvieron tal vez génesis comunes pero que en algún momento del eterno devenir de la historia y del tiempo, se separaron y consagraron una disyuntiva de vida que tal vez las ubicara en posición similar a la de la materia y la antimateria. Colón murió sin percatarse del verdadero signo de su ruta, y así obvió en su tumba que sería recordado en las páginas de los anales de la humanidad como el hombre que permeó y dio cuenta a cada mundo de la existencia del otro; civilizaciones desarrolladas paralelamente a la sombra de sus convicciones y cosmovisiones, la una sin saber de la otra.
El primer contacto que recoge la versión oficial de la historia de la intrusión de los hombres de más allá del Atlántico en los lares de los extraños y oscuros habitantes de estas indias, se dio tras el atraco de los barcos prolijos de cruces católicas de la monarquía española en la pequeña isla de Guanahaní, ubicada en las Antillas, una de las tantas callosidades que conforman la Bahamas, no muy lejos de otra de las crucificadas tierras azucareras del continente, Cuba.
Fue éste el prólogo que consagró, a lomo de mula, sahumerio y evangelio, una de las historias más conmovedoras, coléricas, tétricas, belicosas e inhumanas de la historia universal de los hombres y mujeres del monte -que luego de la mina, que hoy de los marginados campos y las herrumbrosas ciudades-.
Veintiséis años después, comenzó la expedición española a la cabeza de Hernán Cortés, quien no vaciló ni medió palabra a la hora de tratar con los absortos indígenas, quienes contagiados por la magia de sus selvas, montañas y arrabales, hicieron analogía de su mitología con el cumplimiento de algún pronóstico de incierto signo; esta vez, completamente desafortunado.
De ahí para adelante, la historia, si bien puede descansar bajo el sesgo natural de los años, o de las intenciones contrarias a la veracidad de los hechos; puede ser resumida en sustantivos tales como absurda, ruin, estúpida, irracional, baladí, incorrecta. Es de conocimiento general la ignominiosa masacre llevada a cabo por los ibéricos en nuestras tierras.  Eduardo Galeano, en su libro Las venas abiertas de América Latina, (tan citado que fastidia) realiza una estimación que ubica el nivel demográfico del subcontinente, antes de la llegada de los españoles, en una aproximación a noventa millones de indígenas. Solo tardaron ciento cincuenta años en reducir esa cifra a tres punto cinco millones.
Suramérica se ubicó dentro de los planos europeos como un territorio con enorme potencial de dispensario. Oro, plata, azúcar, café, plátano, algodón, madera; recursos robados utilizando mano esclava, indígena y negra procedente de África. Hoy en día, uno de los países más pobres de todo el continente americano es Bolivia, pero no siempre fue así. En una de sus ciudades, Potosí, Galeano afirma que “en 1658, para la celebración del corpus christi, las calles de la ciudad fueron desempedradas, desde la matriz hasta la iglesia de Recoletos, y totalmente cubiertas con barras de plata”  no dista mucho de lo ocurrido en Villa de Ouro preto, en Brasil, la denominada ´potosí de oro´.
El saqueo fue abrumador, muchos afirman, claramente exagerando, que con los metales extraídos de Potosí hubiese sido suficiente para erigir un puente de plata que atravesara el Atlántico uniendo América con Europa. La raza indígena fue ultrajada y humillada; desmembrada y destruida. Una pequeña vista a la historia nos revela nuestras raíces raídas y escabrosas; una deuda con toda una serie de generaciones y con la tierra que fue violada.
En la celebración de los quinientos años del descubrimiento, (descubrimiento en términos del común, pues frente a la forma de llamar aquel encuentro entre culturas existe una controversia de amplia envergadura y de complejidad importante) el poeta argentino Armando tejada Gómez expresó su indignación en un poema de su último libro:

¿Qué hago con esta sangre de dos sangres?
¿Qué hago con el silicio que me habita?
¿Qué hago con estos pómulos de huarpe
y esta barba telar encanecida?
¿Y qué con mi memoria irreverente
que no quiere olvidar y que no olvida?
¿Y este idioma curtido a la intemperie
sobre el idioma muerto de mi raza?,
¿Con esta antigüedad de antigua piedra
y la genealogía de mis padres?
¿Qué hago con este polvo enamorado
de mi palabra nueva en tu palabra?
Madre de pueblos, loca y fundadora,
¿Por qué me habéis abandonado?
¿Dónde cayó el abuelo violador
que asesinó a mi abuelo milenario?
Y tengo que asumirte. Si te niego
seré el americano más cobarde.
Para saldar las cuentas del martirio
hay que aclarar las aguas.
Admitirte en la cruz del genocidio
y en la espada de sangre que es mi sangre.
Por las claras del día, madre ausente,
quiero verte la cara,
por trescientos millones de tu cría
y por quinientos años de olvidarnos.
De otro modo no vengas, si no vienes
a asumirte en la sangre de tu sangre.
Mis hembras han tejido en su paciencia,
telar continental, todas las sangres[1]

Y como la madre España invadió y corrompió indiscriminadamente los suelos suramericanos, los portugueses tuvieron que refrenar el actuar de sus circundantes. ¿Por qué? Pues, realmente no por humanismo, compasión o indignación frente a la barbarie primermundista; más bien por la embustería, avaricia e irrespeto común a ambos países europeos, pues, Juan II rey de Portugal no permitiría que frente a sus narices se explotara y liquidaran los recursos que tanta falta le hacían a Portugal.
Debido a la afrenta portuguesa y la constante sensación de malestar frente a la situación de reparto del botín, ambos imperios decidieron compartir y distribuir los usufructos de la empresa. Firmaron el tratado de Tordesillas.
Ocurrió un 7 de junio de 1494, en la hoy ciudad de Valladolid, al norte de España. Suscrito por los reyes católicos de España y Juan II de Portugal con el fin de evitar conflictos al margen de la explotación de las riquezas del territorio. ¿Qué implicaciones tuvo? Portugal asumió el control de los meridianos orientales, mientras que España de los occidentales. 
Si bien el tratado permitió la extirpación de cualquier cáncer en las relaciones de ambas naciones, éste no logró ni pretendió exorcizar las masacres y los crímenes de lesa humanidad que tuvieron lugar en este hemisferio, después de todo y según la iglesia católica, solo estábamos hablando de seres extraños, sin alma, y que no podían ser obra de dios, indios al fin y al cabo.




[1] Armando Tejada Gómez, poema «Telar de la sangre», en El telar del sol, 1992.