Hacíamos el amor en la tierra, éramos la
tierra, dos animales siendo naturaleza en la consuma de lo que ha sido
universal siempre y nunca. Dos cuerpos concatenados en torno al placer
inacabable de lo imposible, se nos escapaban los instantes y tu bello pubis
ensangrentado y con tierra de un negror inamovible se me esfumaba de las manos,
no era mío, no era yo, lo apartaba y saboreaba, olía y juntaba contra mi burda
carne sin éxito, seguías siendo tú, y a pesar de que eras mía, quería morir. Y pensé
que estos pinos son demonios, y nosotros somos un tornasol, uno siendo dos en
torno a la oscuridad del bosque y el frío lombrizudo de la tierra, la tierra
que amenaza nuestras comisuras y que me pides que caliente en tu espalda.
Maldita, maldita sea tu espalda y su absoluta y extraterrestre consistencia y
ahora nada, la nada en la linealidad curva de tu cintura que resume el tiempo
desde que es tiempo. ¡Maldita sea! Esta tierra que somos y que se inmiscuye en
la penetración de la carne, maldita esta lluvia que quema, infernal
yuxtaposición de gotas con los entes, desmembradas tras su encuentro con el abajo.
Pero hacíamos el amor, serpenteábamos en el sinsentido del movimiento más
animal y comíamos la tierra. No
necesitaba ver, mi piel era mis ojos y tú eras mi piel, y entonces toda la
música del planeta se estrelló en mi hueso occipital, y el éxtasis de un orgasmo
nacido de una paradoja causal y rebosante de irrealismo, y tus gemidos en
blanco y negro y yo muriendo a causa de los barbitúricos que disolvimos en un
beso. Entonces no soy una calle que odié, o feliz, soy lo que empieza a no ser
y tú ya no eres, ya no eres maldita sea y no sufro porque no existe ya
posibilidad de que seamos individuos, no, ahora somos dividuos, somos tierra,
somos esta tierra que vomito, nos vomito.